No suelo viajar en metro. No porque no me guste ese tibio olor a humanidad, esas caras largas, esos roces incómodos, esos pequeños detalles que hacen de este transporte tan mágicamente cercano. Es un bosque fantasioso, pintoresco de podredumbre y amor.
Pero cada viaje. Oh, cada viaje. Si tu imaginación se desboca cual caballo sin riendas simplemente por una mota de polvo, como le pasa a la mía, entonces entenderás el "oh, cada viaje".
Son millones de caras, cientos en un vagón. Rasgos extranjeros, castúos, rudos, facciones suaves, bellas, horribles, temerosas, tristes, ¿felices? En un vagón encontramos al rico con prisa y al pobre que no tiene a dónde ir, juntos. Al racista y a la víctima lejos, recelándose, pero encerrados en un mismo espacio cerrado. A dos amantes que no se conocen, pero que si se conocieran, serían el uno para el otro. Al hombre que va a engañar a su mujer en la siguiente parada. A la mujer a la que van a diagnosticarle cáncer dentro de dos. Al yonki que viaja con billete sólo de ida. A la familia con el niño que llora. Al chaval al que le asoma la lágrima y se la sorbe de un trancazo de orgullo. A la chavala que escucha música y baila, y no le importa que el vagón entero la mire, porque ni siquiera se da cuenta. Y luego nosotros, que entrelazamos sus historias, escudriñamos sus rostros sin ningún miramiento. Y somos felices haciéndolo.
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