Es extraño. Ya no recuerdo lo que
nos dijimos. Ni por qué empezamos aquella discusión.
Hacía calor, o teníamos calor. No
lo sé, quizás el gentío sí lo supiera.
Mi lengua se partió en dos, como
las de las serpientes, biperina, escupió veneno y salpicó a su contrincante. Yo
también tragué ponzoña.
Escocía, claro que escocía.
Nos amábamos, claro que nos
amábamos. ¡Por eso estábamos allí! Estábamos muriendo por ver quién moría antes
de amor. Por ver quién sabía convertirlo antes en odio sin darse cuenta.
Creo que fui yo la que dio el
primer bofetón. Pero ya no estoy segura ni de eso.
Nos rodeaba el ruido, los gritos.
Nos cogían por los brazos, nos apartaban el uno del otro. Pero éramos jóvenes
furiosos, y estábamos enamorados.
Sus manos estaban frías, las mías
rojas. Sus mofletes granate, mi rostro sudoroso, se confunden en minutos que
recuerdo increíblemente lentos, y que fueron realmente fugaces. Comenzaron a
sangrarle los nudillos de golpearme, y mi primer instinto fue besárselos,
chupar su sangre, preguntar si le dolía.
Oh, supongo que yo tampoco
presentaría buen aspecto. Notaba húmedos los labios, pero nada más, no podía
permitirme el lujo de parar.
No creáis que por ser una mujer
estaba en desventaja. Soy la menor de cuatro hermanos barones, y siempre me han
gustado las peleas. Ahora no me enrgullezo al recordar cómo le dejé, pero en
ese momento sí lo hice.
Podría pensarse que lo que
recordaría con más claridad sería el dolor, la furia, la traición, cada uno de
los insultos que me estampó en el alma. No, todo eso se ha diluido con el paso
de los años, formando un torbellino de emociones confusas, hormonas, sudor,
sangre y gritos. Ni siquiera me acuerdo de cómo comenzó todo.
Lo único que recuerdo es que nos
arrancamos el alma y nos las pisoteamos. Tanto la del otro como la nuestra
propia. Recuerdo el sabor de las lágrimas en sus ojos cuando le mordí la cara.
Recuerdo el tacto de sus labios contra mi oreja cuando intentó arrancármela,
que tantas veces habían estado allí para susurrarme versos inconfesables.
Recuerdo que me escocía la vista
y sé que a él también, porque muy a su pesar, estaba dentro de mí, por lo que
sufría lo mío y lo suyo. Y como estaba dentro de mí, sabía que yo también
estaba dentro de él, y que también sufría doblemente.
Nos consumimos, a lo bestia. De
una sola calada. Pero qué grande fue la exhalación.
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