Si todavía hay algo capaz de conmoverte,

Si todavía hay algo capaz de conmoverte,
entonces, sigues vivo.

martes, 27 de noviembre de 2012


Vuelve la chica de la coleta ridícula, esta vez sin pitillo y sin lluvia. Es de día. ¿Parece sonreír?
Quiere ser un oso de mar.
Se enfada y se convierte en una pera.
Quizás un despistado chico la muerde y se traga un trocito de ella. Ella protesta, pero en realidad no le importa. Así perdurará un poquito más, aunque sea en las venas de un chaval casi desconocido.
La pera va andando por un desierto, cálido, anaranjado. En el centro, un ventilador azul, casi como un oasis de aire. Le da un besito, y comienza a funcionar. Y se eleva, y se eleva y se eleva, y se aleja. Quiere seguir al ventilador, pero la pera pesa mucho y casi no puede avanzar.
Corre con sus pies de pera y llega a una montaña muy alta, verde, como ella. Está cansada, y sigue sin ser un oso de mar. Sigue indignada y siendo pera. Una chica risueña la da un muerdo, y aunque ella protesta, sigue sin importarle.
Quiere ser un oso de mar. Si hay caballitos, estrellas y caracoles de mar, también habrá un oso. Aunque sea el único oso de mar del mundo.
Con la arena del desierto, comienza a tejer, con sus pestañas de pera, un bonito traje de oso. Y se envuelve en su traje de granos de tiempo. Se deja caer por la ladera de la montaña, y rodando llega a un mar. Un mar rosa y frío, muy frío. Es casi una cárcel. Pero, oh, qué cárcel. Un pececito que por allí ronda dice que los osos de mar no existen. Ella le responde que los peces que hablan tampoco. Y él le sonríe, le coge la mano y la guía por el mar rosa.

Y la chica de la coleta ridícula parece seguir sonriendo.


miércoles, 21 de noviembre de 2012

Sólo son vidas.

No suelo viajar en metro. No porque no me guste ese tibio olor a humanidad, esas caras largas, esos roces incómodos, esos pequeños detalles que hacen de este transporte tan mágicamente cercano. Es un bosque fantasioso, pintoresco de podredumbre y amor.
Pero cada viaje. Oh, cada viaje. Si tu imaginación se desboca cual caballo sin riendas simplemente por una mota de polvo, como le pasa a la mía, entonces entenderás el "oh, cada viaje".
Son millones de caras, cientos en un vagón. Rasgos extranjeros, castúos, rudos, facciones suaves, bellas, horribles, temerosas, tristes, ¿felices? En un vagón encontramos al rico con prisa y al pobre que no tiene a dónde ir, juntos. Al racista y a la víctima lejos, recelándose, pero encerrados en un mismo espacio cerrado. A dos amantes que no se conocen, pero que si se conocieran, serían el uno para el otro. Al hombre que va a engañar a su mujer en la siguiente parada. A la mujer a la que van a diagnosticarle cáncer dentro de dos. Al yonki que viaja con billete sólo de ida. A la familia con el niño que llora. Al chaval al que le asoma la lágrima y se la sorbe de un trancazo de orgullo. A la chavala que escucha música y baila, y no le importa que el vagón entero la mire, porque ni siquiera se da cuenta. Y luego nosotros, que entrelazamos sus historias, escudriñamos sus rostros sin ningún miramiento. Y somos felices haciéndolo.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Cuando nació, sus padres decidieron no ponerle nombre.


 Quisieron que cada momento de su vida marcara algo tan importante como el nombre de una persona. Pensaban que imponérselo a cualquier niño, marcaba su futuro de una forma irremediable. No importaba que fuera un nombre significativo, como Soledad, o en cambio no quisiera decir nada, como Pedro.
Imagínense haberse llamado de otra manera. ¿Estarían hoy aquí? Seguramente no. Tendrían una existencia completamente distinta a la actual.
Sin embargo, no se confundan, sus padres no creían en el destino. De hecho, mantenían que había dos clases de personas: las que creían en él, y las que sabían la horrenda realidad: que la vida es una serie de casualidades que nos llevan a estar donde estamos hoy.

Pero ellos no querían dar pie a una de las primeras casualidades de la vida, y por eso, decidieron no ponerle nombre.


Se llama Plagio.


Identidad. Muchas personas carecen de ella. Desgraciadamente para estas, es imprescindible tanto en la vida profesional como en la personal.

Es cierto que innumerables veces, nos dejamos influenciar por modas, poses, estilos de vida que nos atraen. Pero no podemos crear nuestra personalidad, nuestros ideales, nuestras ideas a partir de las de otros.

Envidiamos a los que son mejores que nosotros, pero eso no es inevitable. Quizás debamos cambiar envidia por admiración. Respetar su propiedad intelectual, y entender que su obra es fruto de un gran esfuerzo.

Es evidente que no podemos componer, escribir, incluso pocas veces pensar algo que no se haya hecho ya. Es más, debemos ayudarnos, aprender de la sabiduría que otros nos han legado. Lo que no podemos hacer bajo ninguna circunstancia es apropiarnos de esa sabiduría.

Se dice que una idea solo es del autor hasta que la pone por escrito, y la difunde. Entonces, ya es de todos. Pero esa idea ha crecido, ha madurado en la mente del autor, y gracias a nuestra “avanzada” sociedad, no olvidamos de dónde surgió. Por ello precisamente, es tan difícil y tan inútil intentar cambiar su origen para apropiarse de ella.

No todo el mundo puede tener grandes pensamientos, ni hacer grandes obras. Y no es necesario que todo el mundo lo haga, ni mucho menos. Pero, si lo intentas, que puedas estar orgulloso de lo que tú has hecho. ¿Dónde queda el honor cuando la obra no es tuya y te la apropias? ¿Dónde queda el mérito, si todo es trampa? ¿Acaso eso ya no importa? ¿Tampoco importa ya el autor?
Pues parece que ya no. Ahora todo vale, con tal de conseguir nuestros objetivos. Ahora un fin egoísta justifica los medios, por amorales que sean.

Puedo entender que una persona adulta no sepa distinguir entre el bien y el mal, está entonces enferma. Incluso puedo comprender que, distinguiéndolo, escoja el camino fácil y no el correcto, convirtiéndose entonces en un desvergonzado, un “caradura”.

Lo que no asimilo, es que haya personas que vuelvan la cara, hagan oídos sordos. Supongo que esos, simplemente son idiotas.  

Moonlight Sonata, Beethoven.


Corro. Solo corro. No sé dónde estoy, de dónde vengo, ni hacia dónde voy. Solo sigo y sigo. Algo me persigue. Tampoco sé lo que es. Tengo miedo. Más que miedo, angustia. Incertidumbre. Es como cuando jugaba al escondite y me ocultaba en un sitio seguro, pero sentía en la barriguita la espera, los nervios de ser encontrado. Estaba atento a todo, pero sabía que no podía moverme.
Pues esto es lo mismo, solo que al revés. Si me paro, si doy la vuelta, perderé. Y presiento que esto no es un juego. Puedo perder algo más que la partida.

Llevo tanto tiempo en este lugar que no recuerdo cómo he llegado hasta aquí. Pero ese no es el mayor de mis problemas. Mi máxima preocupación es averiguar si esto es o no un sueño.

De vez en cuando, consigo escapar. Es como si durmiera. Pero no puedo garantizarme si duermo, despierto o simplemente pienso en una vida que quizás un día pude tener.
De vez en cuando, parece que despierto en una cama, y llevo una vida normal, rutinaria. Pero siempre que cae la noche, vuelvo aquí.
Lo normal sería pensar que esto es el sueño y que la otra vida es la realidad. Claro, pero… ¿cómo podría distinguirlo? ¿Cuántas veces no sueña una persona normal que se despierta en su cama? ¿O una situación rutinaria en su propia vida? ¿Por qué debe de ser más verosímil la rutina que mi situación actual?
No me convence. Quizás pudiera argumentar que en los sueños nunca se recuerda cómo se ha llegado hasta un lugar. Simplemente se está en ese lugar, como es mi caso. Es cierto. ¿Pero hay alguien que recuerde haber nacido? Uno solo sabe que un día estuvo. Quizás todas las vidas de todas las personas sean un largo letargo, ¿por qué no?  
¿Cómo distinguir entonces realidad de fantasía? Esa es lo cuestión. No puedo responder, a pesar de que llevo atrapado tantos años en este laberinto sin puertas, sin esquinas ni trampas que es mi mente, o quizás mi vida.

¿Y si mi perseguidor tuviera la respuesta? Arriegarse a morir y preguntar. O seguir siempre hacia delante, sin destino, solo escapando. Y mi elección es evidente.

Tengo la esperanza de que este inmenso corredor negro, sin límetes a derecha e izquierda, tenga fin.
Pero, ¿y si ese fin simboliza el término de mi vida? Aunque puede ser que también simbolice el término del sueño, el comienzo de una vida normal.
Entonces, ¿quiero llegar, o no quiero llegar?
Antes no me lo planteaba, lo veía todo tan lejano… Pero ahora presiento que se acerca el final de algo, bueno o malo.

Antes, lo único que pensaba era que este lugar era una pesadilla pasajera, que se pasaría. Pero en mi otra vida siempre he sentido que me faltaba algo. Entonces, empecé a pensar en una forma de salir de aquí.
Después, me obsesioné. NECESITABA salir de aquí, y empecé a no vivir ninguna de los dos vidas. Pero medité. Y al final quise vivir las dos vidas al máximo. Cada instante.
Pero no funcionó. En el corredor era infeliz porque no “vivía”, en el más amplio sentido de la palabra. En la rutina era desgraciado porque no sabía como librarme de mi otra existencia.
Y ahora, estoy aquí. Y simplemente corro.
Y he llegado a la conclusión de que tengo dos vidas. Por eso siempre me falta algo en la otra. Porque estoy partido en dos. Una parte aquí, otra allí. ¿Y quién puede vivir sin una parte de sí mismo? Yo desde luego, no.

Ahora sé lo que debo hacer, pero no sé si quiero hacerlo.
Debo terminar con una de mis dos existencias, porque no puedo vivir doblemente.
Pero, ¿con cuál? Si desaparezco en el sueño, viviré la realidad con normalidad. Si desaparezco en la realidad, sólo muero.
Pero, si mi vida rutinaria es el sueño, y desaparezco allí, me quedaría atrapado aquí para siempre. Corriendo hasta la eternidad. ¿Qué clase de vida sería esa?
Además, se aproxima el fin del corredor, lo presiento.
Si llego al final podrán pasar dos cosas: se termina el sueño, o se apaga mi vida. O también podría ser que esta situación fuera la realidad y en el final escapara hacia una vida normal.
Pero, ¿y si me equivoco? ¿Y si no hay final realmente?

Ahora, solo siento tensión, y miedo, lo que llevo sintiendo en mi piel durante toda mi vida y mi sueño. Falta algo, tiene que pasar algo. Vamos, vamos…

Por tanto, la única solución posible es desaparecer.  Aquí, o allí, pero desaparecer.
Y tiene que ser antes del supuesto final.

Y decido desaparecer aquí. Así al menos mi lecho de muerte será la oscuridad, y nadie me llorará. ¿O mi perseguidor me habrá cogido cariño? Quién sabe.

Sé cómo desaparecer. Sé lo que pasará cuando desaparezca.
De repente, todo se volverá negro.
Y después pueden pasar dos cosas: despierto… o no.

Me siento. Por primera vez en todos estos años aquí, paro de correr y me siento. Cierro los ojos. Algo me envuelve. Me enfría y me mata, poco a poco. Ahora solo siento frío.

Y de repente, todo se vuelve negro.

Pelea, pelea.


Es extraño. Ya no recuerdo lo que nos dijimos. Ni por qué empezamos aquella discusión.
Hacía calor, o teníamos calor. No lo sé, quizás el gentío sí lo supiera.
Mi lengua se partió en dos, como las de las serpientes, biperina, escupió veneno y salpicó a su contrincante. Yo también tragué ponzoña.
Escocía, claro que escocía.
Nos amábamos, claro que nos amábamos. ¡Por eso estábamos allí! Estábamos muriendo por ver quién moría antes de amor. Por ver quién sabía convertirlo antes en odio sin darse cuenta.
Creo que fui yo la que dio el primer bofetón. Pero ya no estoy segura ni de eso.
Nos rodeaba el ruido, los gritos. Nos cogían por los brazos, nos apartaban el uno del otro. Pero éramos jóvenes furiosos, y estábamos enamorados.
Sus manos estaban frías, las mías rojas. Sus mofletes granate, mi rostro sudoroso, se confunden en minutos que recuerdo increíblemente lentos, y que fueron realmente fugaces. Comenzaron a sangrarle los nudillos de golpearme, y mi primer instinto fue besárselos, chupar su sangre, preguntar si le dolía.
Oh, supongo que yo tampoco presentaría buen aspecto. Notaba húmedos los labios, pero nada más, no podía permitirme el lujo de parar.
No creáis que por ser una mujer estaba en desventaja. Soy la menor de cuatro hermanos barones, y siempre me han gustado las peleas. Ahora no me enrgullezo al recordar cómo le dejé, pero en ese momento sí lo hice.
Podría pensarse que lo que recordaría con más claridad sería el dolor, la furia, la traición, cada uno de los insultos que me estampó en el alma. No, todo eso se ha diluido con el paso de los años, formando un torbellino de emociones confusas, hormonas, sudor, sangre y gritos. Ni siquiera me acuerdo de cómo comenzó todo.
Lo único que recuerdo es que nos arrancamos el alma y nos las pisoteamos. Tanto la del otro como la nuestra propia. Recuerdo el sabor de las lágrimas en sus ojos cuando le mordí la cara. Recuerdo el tacto de sus labios contra mi oreja cuando intentó arrancármela, que tantas veces habían estado allí para susurrarme versos inconfesables.
Recuerdo que me escocía la vista y sé que a él también, porque muy a su pesar, estaba dentro de mí, por lo que sufría lo mío y lo suyo. Y como estaba dentro de mí, sabía que yo también estaba dentro de él, y que también sufría doblemente.      
Nos consumimos, a lo bestia. De una sola calada. Pero qué grande fue la exhalación.


domingo, 18 de noviembre de 2012

Y aquí empieza la historia.


 Con una chica sentada frente a su máquina de escribir. Tiene una coleta ridícula sobre su cabeza, y un pitillo en el cenicero, a medio consumir. El humo que desprende la está mareando. Se mira las uñas. Qué bonitas han quedado. Le da otra calada a su cigarrillo y sigue mirando por la ventana. Acaba de llegar el otoño y el ambiente parece gris. Podría asociarse el gris a la tristeza, a lo anodino, a lo vulgar, quizás. Para aquélla significaba el comienzo de la felicidad. De una preciosa felicidad nacida de una depresión enorme. Una preciosa depresión. Saber disfrutar de la tristeza satisface tanto como un tazón de chocolate en invierno. Como arroparse por la noche y dormir calentita. Sonreír mientras se llora sin ningún motivo es casi como un orgasmo. Tanto, que cierto tipo de tristeza puede ser casi adictiva. El masoquismo en su máximo exponente. Como máximo exponente de la felicidad y del dolor. Quizás sea contradictorio. Pero no lo es tanto. No existe felicidad que apreciar si antes no hemos experimentado dolor. Deberíamos sacarle el jugo a ambas sensaciones por igual. La gente nos da ánimos, porque piensa que el sufrimiento es horrible, y debemos superarlo cuanto antes. A mí personalmente, la chica sentada frente a su máquina de escribir, le gusta regodearse en él, revolcarse como un cochinillo en el barro, justo antes de su San Martín. El San Martín es la felicidad. ¿Estoy insinuando que la muerte es felicidad? Es muy posible. Por favor, no me malinterpretes, no cojan el teléfono para echarme la bronca y quitarme todas estas ideas de un plumazo, sacándome una sonrisa como siempre. Después de cada experiencia viene una pequeña muerte. Después de cada experiencia intensa, quiero decir. El éxtasis se alcanza cuando los recuerdos son lejanos y borrosos, cuando idealizamos los momentos vividos. Tras esos pequeños (o grandes) orgasmos que nos proporciona la vida, sean orgasmo placenteros o no, morimos un poco, para convertirnos en algo completamente distinto, y a la vez, lo mismo, bueno o malo. Nada cambia, pero todo fluye. No sé si saben, cariños, que orgasmo en francés, se dice “La petite morte”. Piensa acerca de ello. Veo pasar por la ventana gris al cuarto saxofonista. El cuarto saxofonista no tiene rostro. Pero toca el saxofón, como ya te habrás podido imaginar. Va trajeado a todos lados y tararea Frank Sinatra despreocupadamente. No tiene miedo de que el cielo se le venga encima. Siempre pasa de largo. Siempre le sonrío. Nunca me mira. Parece hecho, a veces de cristal, y se cuela por una puerta, como si no quisiera que lo siguieran, mirando hacia todos lados. Sé que dentro, hay una chica preciosa. Con un vestido rojo que revolotea sin aire. Sé que esa chica no es perfecta. Sé que tiene una sonrisa bizarrísima. También sé que es perspicaz, espontánea y especial. Sé que le da miedo la soledad sobre todas las cosas. Sé que ahora se siente querida. Y sé que en realidad no se siente así. Tiene ojos grandes y llorosos. Un cuerpo de escándalo la encierra. Encierra un cuerpo espantoso. Aprisiona una chica tímida, y una chica abierta. Comprende la belleza imperfecta y la imperfección a secas.
            La mujer frente a la Underwood se toca el pelo y se lo enreda. Se le cierran los ojos, no salen lágrimas. Pero sonríe, porque todo está bien. Porque la chica de fuera está bien por fin, porque la chica de dentro no está bien y le gusta.  

Suelo cruzar en verde.

No quiero presumir de ciudadana ejemplar, por supuesto. No cruzo en verde por el simple hecho de que cruzar en rojo esté prohibido, o para evitarme un accidente. La razón por la que lo hago es mucho más obvia; es lo que hay que hacer. O al menos así lo dictan nuestras normas.
El mundo viaja y gira con prisas. Parece que las prisas pueden más que lo correcto. Que los valores. Incluso que la felicidad.
Pues yo digo que no, y cruzo en verde porque es lo correcto, porque así me lo dicta mi moral, y porque me hace feliz. Sí, evidentemente es una nimiedad, pero si no demostramos nuestros ideales en estas pequeñas cosas, ¿en qué vamos a hacerlo?

Otra cuestión es por qué cruzo saltando de línea blanca en línea blanca. Supongo que eso no tiene explicación. Simplemente, sé disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Haciendo lo correcto.

- ¡Vamos, vamos! – Nos gritamos unos a otros, como cada noche.


En cuanto el Sol cae y la Luna asoma tímida por las montañas, nuestro trabajo empieza. ¿Que no sabéis quiénes somos? Claro, cómo ibais a sospecharlo. Os responderé con otra pregunta. ¿Al cerrar los ojos en el lecho, no habéis sentido presencias? ¿Pequeños destellos en la oscuridad de vuestros párpados? Bingo, somos nosotros, los Guardianes.
Sería muy largo relatar de donde venimos, el caso es que nuestra labor hoy, ha comenzado.

Los Guardianes más pequeños (y débiles) como yo, nos colocamos rápidamente en nuestra tela de araña. ¿Nuestra función? Debemos atrapar todas las gotas de rocío, de todos los colores. Quizás os sorprenda que las gotas de rocío sean coloridas. Son… especiales.
El caso, es que debemos atraparlas, y tratarlas con mimo. Conducirlas hasta vosotros, los humanos, para que calen en vuestras mentes.
¡Hay de todos los colores! Si me preguntáis mis preferencias, os aseguro que las más hermosas son las azules.

Los Guardianes ancianos, realizan su función junto a nosotros. Son muy fuertes y sabios, estoy seguro que de mayor podré ser como ellos.
Su tarea es la más ardua. Deben capturar las malignas, las gotas transparentes. Son muy fuertes y escurridizas, y a veces no pueden inmovilizarlas. O a veces, los Guardianes saben que deben dejarlas pasar. Dicen que algunas os fortalecen, aunque sean venenosas. Es extraño. Quizás lo comprenda cuando crezca.
El caso es que cuando las capturan, las llevan al lugar sagrado, el centro de nuestro hogar, la Cuenta.

¿Las más difíciles de capturar? ¿Las gotas más temibles?
Son aparentemente normales, por supuesto. Gotas verdes, rojas, amarillas e incluso azules, mis preferidas. Pero son malvadas y perversas, se disfrazan de inocentes cuando son las culpables de todos vuestros sufrimientos. Y es muy complicado distinguirlas de las demás.

¿Cómo? ¿Que no sabéis lo que son las gotas?
Que tonto soy, debí haberlo sospechado. Entre los de nuestra especie, llamarlas gotas es lo común de hecho si habláramos de ellas como “sueños”, no nos entenderíamos.
Sí, son vuestros sueños. Vuestro cerebro desprende a lo largo del día, cuando nosotros dormimos, ideas, pensamientos, que retornarán a vosotros con miles de formas diferentes, siendo las mismas en realidad, cuando durmáis y nosotros despertemos. La Cuenta es como un almacén de “pesadillas”, como las llamáis vosotros. A veces, la rompéis sin querer, queriendo a la vez. Intentamos detener la explosión de sufrimiento en vuestra cabeza, pero los sabios nos dicen que sólo vosotros podéis terminar con ellas. 


Hace tiempo que no escribo. También hace tiempo que no siento la necesidad de escribir. Miento, la siento a cada instante. Y me reprimo. Y no sé por qué.
Siempre intento reprimir las cosas que amo, por miedo, seguramente. Ese miedo que te cala hasta los huesos, y que no imaginas que lo sientes hasta que ya estás empapado. Ese miedo que te subyuga y te suplica que lo ames, que lo dejes todo por él. Ese miedo que te besa en la boca y te explica que nadie te amará como lo hace él. Es tan difícil resistirse a la tentación.
Nos exige que escondamos nuestros sentimientos, que no debemos amar, que nos harán daño. Nos encierra en una cúpula paradisíaca de la que no debemos salir para ser felices o al menos, para no ser infelices.
De repente, el Diablo, bendito sea, nos da una aguja y nos reta. Un juego de niños, dice. Ganaremos seguro, dice. También nos seduce, nos subyuga, nos hace el amor y nos somete. Y cedemos a sus deseos, debemos complacerlo. Reventamos esa burbuja. ¡Pluf! Lo primero que hacemos es arrepentirnos, antes siquiera de que las miles de gotas de miedo se hayan desintegrado en la atmósfera de la vida. Pensamos, justo antes de rozar la vida de nuevo, o por primera vez, que miles de dagas van a clavársenos en el alma, tal y como miedo nos advirtió. Y cual es nuestra sorpresa. Nos esperamos cualquier cosa menos lo que acontecerá. Absolutamente nada. 
Belcebú nos dice, perverso, '¿Ves? Te lo dije, cariño, no tienes nada que temer'. Un odio nos invade, surge como una explosión, desde lo más hondo de nuestras entrañas. ODIAMOS EL MIEDO, PORQUE NOS HA MENTIDO. PORQUE NOS HA SOBREPROTEGIDO. El Diablo apoya ese odio, nos comprende, nos escucha, nos insta a vivir, por fin. Nos ciega la rabia, y vivimos. A lo loco. Craso error. Grandes consecuencias. Cuando el velo de odio se levanta, y nos deja un escenario desolado, destrozado en nuestra alma, Demonio nos abandona, como a escoria. 
Y destrozados, desolados y llorando, adivina quién nos coge de la mano. Quien nos subyuga, quién suplica que lo amemos, quién quiere que lo dejemos todo por él, quien nos besa en la boca y quién nos explica que nadie nos amaré como lo hace él, a qué tentación no nos resistimos.
Gracias a ti, la burbuja se ha reventado. Gracias a mí, todavía no me arrepiento.