Cuando la cordura me haya abandonado definitivamente,
pienso hacer pasar a cada uno de ellos,
sonriendo,
sudando,
riendo,
llorando,
que no sangrando,
por el pelotón de fusilamiento.
Les preguntaré por sus nombres,
por su historia,
en un diván que huela a semen y a angustia existencial,
y se desharán bajo mi influjo persuasivo.
Confiarán en mí,
me amarán,
y querrán mi hombro para llorar (vaya oficio tan mundano para tal articulación).
Y cuando se recuesten sobre él, poco a poco,
se irán clavando,
ellos mismos,
que no yo,
la estaca mor(t)al que los llevará a aquel mundo platónico,
de donde no proceden por ser demasiado pecaminosas,
pero al que irán para seguir sufriendo,
como el cielo es el infierno del propio Satán.
Quizás no sea sólo demasiado tarde para ellos,
como escrito está unas líneas más arriba,
sino también para mí,
porque ya escucho las balas de mi propio pelotón de sueños,
clavándoseme como si se tratase de dagas.
Con la precisión de un arma de fuego,
y lo personal de un arma blanca,
hundiéndose en un alma negra.
¿Quizás no sea yo la primera en caer de mi propio paredón y no el verdugo, como yo pensaba?
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