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jueves, 2 de enero de 2014

El arte de francorecular o cómo arriesgarse a ser feliz en un disparo de suerte.

A diferencia de los francotiradores, ella no elegía sus objetivos, minuciosamente, selectivamente, astutamente, y muchos otros adverbios terminados en mente que requieren premeditación. A ella le iba más la alevosía. Como distraída, vagando por el mundo, aquellos sus centros de diana venían a ella como atraídos trágicamente, y fatalmente eran ellos la metralla que intentaba penetrar en el alma de la francoreculadora. De vez en cuando, conseguía esquivar alguna bala. Pero en general, solían acertar. Ella, haciendo honor a su profesión, conseguía recular, la bala volvía a su pistola, como en una de las películas de Matrix, pero sin tanta pompa. Simplemente, lograba meter la pata, de la manera más dolorosa posible. Entonces, la munición salía de su alma, poco a poco, y ella, contagiada del maldito Síndrome de Estoeselcolmo, también reculaba, intentaba clavarse la metralla aún más hondo. Por supuesto, sin éxito. Retrocedía ella, retrocedía la munición. Y como los francoreculadores no se distinguen por su rapidez, la munición llegaba antes a la met(r)a(lleta).

     Quizás algún día la francoreculadora encuentre a un francotirador tan preciso que, ni aún fallando ella todos los disparos, aún reculando, no pudiera retirar su munición del pecho de ella. O aún más terrorífico: que no quisiera retirarla.    

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