A diferencia de los
francotiradores, ella no elegía sus objetivos, minuciosamente, selectivamente,
astutamente, y muchos otros adverbios terminados en mente que requieren
premeditación. A ella le iba más la alevosía. Como distraída, vagando por el
mundo, aquellos sus centros de diana venían a ella como atraídos trágicamente,
y fatalmente eran ellos la metralla que intentaba penetrar en el alma de la
francoreculadora. De vez en cuando, conseguía esquivar alguna bala. Pero en
general, solían acertar. Ella, haciendo honor a su profesión, conseguía
recular, la bala volvía a su pistola, como en una de las películas de Matrix,
pero sin tanta pompa. Simplemente, lograba meter la pata, de la manera más
dolorosa posible. Entonces, la munición salía de su alma, poco a poco, y ella,
contagiada del maldito Síndrome de Estoeselcolmo, también reculaba, intentaba
clavarse la metralla aún más hondo. Por supuesto, sin éxito. Retrocedía ella,
retrocedía la munición. Y como los francoreculadores no se distinguen por su
rapidez, la munición llegaba antes a la met(r)a(lleta).
Quizás algún día la francoreculadora encuentre
a un francotirador tan preciso que, ni aún fallando ella todos los disparos,
aún reculando, no pudiera retirar su munición del pecho de ella. O aún más
terrorífico: que no quisiera retirarla.
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