Camina embutido en un abrigo largo, negro.
Fuma, siempre fumando.
No le ha pasado nada, y a la vez le ha pasado todo.
Tiene una vida perfecta, en una ciudad perfecta, en un
barrio perfecto, en una casa perfecta, junto a unas personas perfectas. Le
sonríen. Sus Sonrisas parecen amables, pero son demasiado grandes para ocultar
sus verdaderas intenciones. Quieren devorarlo. Tragárselo pedazo a pedazo,
infectarse de su imperfección. No pueden ser infelices. Tienen la Sonrisa
clavada en el alma. Están hartos de sonreír.
Y él... él es libre. Él puede fumar. Él puede llorar. Él
puede seguir siendo infeliz o elegir ser como ellos, si quiere. Porque no tiene
que dar explicaciones a nadie. Puede vomitar sangre y nadie le preguntará qué
ha comido. Puede llorar mariposas y nadie le preguntará de quién se ha
enamorado.
Y eso es lo que lo hace fumar. No tener que dar
explicaciones. No poder darlas. Mientras las Sonrisas quieren escapar de la
propia cárcel, roja y de marfil, que se han construido a base de sudor y
lágrimas, él quiere construir esa cárcel. Y no lo logra. Porque no posee esas
manos... esas manos que lo ayuden.