Sus manos, ensangrentadas. Pero no paró de correr. Lo primero que pensó, no fue ¿qué hago aquí? ni ¿dónde estoy? ni ¿por qué la sangre cubre la piel de mis manos? No. Él pensó, ¿me he comido ya la merienda? La merienda. Hacía veinticinco años que no tomaba un tentempié a media tarde. Veinticinco años hacía desde el fallecimiento de su madre. ¿Por qué ahora se acordaba de la merienda?
Las calles estaban desiertas. Atravesó el puente, miró el río, tropezó y se levantó. Siguió corriendo. Era de noche, y un biruji asolaba las calles, pero él se sentía extrañamente cálido, en paz. Quizás fuera por la carrera, sin meta y sin rival, en la que estaba concursando, la que lo mantenía caliente. Quizás fuera la calma de saber que todo aquello era un sueño.
Una farola se apagó a su paso. Él soltó un par de improperios, y volvió a encenderse. ¿Cómo no iba a hacerlo? Era su sueño.
La mayoría de los escaparates de las tiendas estaban rotos, y sus zapatos gastados. Se los quitó, y los tiró con fuerza hacia una de las vitrinas que todavía estaba en pie. Se rompió estrepitosamente. Pero las cosas no suenan igual cuando solo está uno mismo para escucharlo. Le recordó a una melodía, antigua, de otra vida. Lo cristales seguían cayendo por el suelo cuando la tienda quedó muy atrás. La alarma no sonó. ¿Cómo iba a sonar? Era su sueño.
Y de repente, se dio cuenta.
Esa sangre era suya. Se miró el estómago. Sonrió. Le dolía, pero todas las fantasías escuecen. Se paró, no podía seguir corriendo. Cayó de bruces al suelo. Seguía sonriendo. Cerró los ojos. Justo cuando iba a despertarse, el rictus de burla y felicidad que se apoderaban hasta hace unos segundos de su cara, desaparecieron.
No volvería a tomarse ninguna merienda. Aquello no era un sueño.